Aquella desgracia en blanco y negro

Foto El Correo

Una ciudad es un ente vivo, dicen algunos que con carácter, no sé yo si con voluntad, pero seguro que con memoria colectiva. Como nos pasa a las personas las ciudades también construyen deliberadamente sus propios recuerdos y, lo mismo que hacemos nosotros, los adornan, pulen y transforman para que el relato de sí mismas que cuentan y que se cuentan sea algo más lucido que la siempre inmisericorde realidad.

La sociedad bilbaína es bastante conservadora, poco amiga de aventuras y es proverbial nuestra capacidad para despotricar, incluso de forma organizada, contra cualquier novedad o cambio en nuestras costumbres y rutinas. Sin embargo, contra toda evidencia, es norma que vayamos por ahí dándonoslas de modernos, emprendedores, dinámicos y cosmopolitas. Si no se ríen de nosotros es porque hemos desarrollado una capacidad asombrosa para subirnos a los trenes de la novedad cuando ya han arrancado, agarrándonos al último vagón con mucha habilidad y sin descomponer el gesto. De esa forma los visitantes, que ignoran nuestra polémicas pacatas, llegan a creerse que todos aplaudimos desde el principio el museo Guggenheim, la transformación de la Alhóndiga, la impepinable necesidad del metro, la belleza de las torres de Isozaki, la elegancia de la de Iberdrola o la innovadora pasarela Pedro Arrupe. Alguien debería quemar las hemerotecas.

Sin embargo cuando la realidad es tremenda, resulta más difícil de adornar, acaso innecesario, y por eso las desgracias grandes se incrustan, duras, en el recuerdo colectivo de las ciudades como episodios que forman las páginas negras que todos tenemos, Bilbao también.

En blanco y negro fueron y siguen siendo las fotografías del accidente del monte Oiz, en el que un 19 de febrero de hace 30 años, murieron 148 personas. Andaremos por la mitad de la población los bilbaínos que recordamos personalmente aquel día. El resto habréis leído alguna vez sobre el asunto pero no se os vendrá a la cabeza cuando aterrizáis en las pistas de Loiu, entonces las de Sondica, e incluso podéis subir al Oiz, ver las antenas y contemplar el paisaje sin que vuestra imaginación se ponga a trabajar irremediablemente tratando de reconstruir el horror en aquella ladera.

El impacto humano fue grande y el impacto social también, sobre todo porque –nos guste o no reconocerlo- lo que golpea a la élite social siempre pesa más en la memoria que las desgracias que asaltan a la gente “del común”. Y entonces viajar en avión no era tan accesible como ahora.

Nuestras dos catástrofes más recientes fueron las inundaciones de 1983 y el accidente de aquel Boeing 727 que venía de Madrid. Todavía hay quienes guardamos ambas bien claras en nuestra memoria. Supongo que con el tiempo todo irá difuminándose y un día estarán estas desgracias en la lista de las históricas, entre las que nuestra villa es campeona en el apartado de aguaduchus.

En la ciudad la lluvia siempre incomoda y poco o nada riega. La ciudad es el espacio humanizado por excelencia, el hogar del ciudadano, el espacio sustraído a la veleidad de la naturaleza, que solo accede a la urbe en espacios tan domesticados como los parques y los mercados de abastos.

Posiblemente sea ese espejismo de control, que nos ciega a los urbanitas, lo que hace que sintamos tan aturdidos cuando un golpe como aquel nos recuerda que seguimos a merced de la casualidad, del accidente y de lo imprevisto mucho más de lo que solemos reconocer.

¡Qué iguales somos!

Aunque no soy aficionado al fútbol (como nos pasa a muchos malos bilbainos y bilbainas) me gusta el ambiente que rodea San Mamés los días de partido. Hay pasión, buen rollo y no es difícil contagiarse de la alegría que caldea esas tardes el ambiente de la calle Licenciado Poza “Pozas”. Últimamente pasa sobre todo antes de los partidos.

Mucho menos divertido ha sido saber que en el último encuentro con el Espanyol se han producido incidentes serios por parte de unos pocos de los cientos de hinchas catalanes pero ¡ay! también de mano de nuestros propios energúmenos autóctonos. Nos gusta que en Bilbao haya de todo y en esto no íbamos a ser menos, lamentablemente.

El autobús del equipo rival apedreado, una pareja agredida al salir de su hotel, la ertzaintza protegiendo a los visitantes de hordas rojiblancas, puede que pequeñas pero hordas al fin, cuyos miembros en poco se diferencian de un hincha periquito que dicen que llevaba un sospechoso “pelafrutas” de larga y afilada hoja.

No ha sido el único partido reciente del Athletic con incidentes callejeros en los que algunos forofos han terminado identificados por las fuerzas del orden. Así que existe el peligro de que pudiéramos acostumbrarnos a ver estos abusos como parte del paisaje. Esa actitud condescendiente ha estado en el origen de incidentes gravísimos que obligaron a tomar medidas serias y que esperemos que duren más que los titulares que las impulsaron.

Supongo que la absurda idea de que aquí disfrutaríamos buen ambiente futbolero en contraste con la supuesta tensión violenta que adornaría sin remedio a otros equipos tiene mucho que ver con que ignoramos el ambiente sano y alegre que seguro que también rodeará los campos de otros equipos los días de partido, igual que pasa en torno a San Mamés. Y también que, si nos resultan más visibles los individuos o grupos violentos que desacreditan a otros equipos, posiblemente sea porque sus aficiones son también son más extensas. Cosas de la fría probabilidad.

Lo peor es que estos incidentes, además de ser decepcionantes por sí mismos, se suman a otras incómodas informaciones que hemos conocido y que amenazan con minar nuestra confortable y algo engreída convicción de que aquí somos superdiferentes de la muerte. Parece que no es para tanto que, a despecho de nuestra reconocida habilidad culinaria, cocemos las mismas o parecidas habas.

Recientemente hemos visto que el huracán de encuestas que arrasa la atmósfera política en España señala que a los vascos y las vascas nos preocupan y nos indignan las mismas cosas que arden en toda la península y que las novedades políticas que han surgido de ese enfado amenazan con entrar en nuestra urnas con parecido ímpetu a como lo harán en otros territorios

También nos han informado de que nuestra virtuosísima BBK se ha visto estos días envuelta en algunos tumultos que recuerdan el triste y decepcionado “tu quoque… fili mi”, de Julio César.

Desde hace unos años no nos vienen faltando escándalos políticos y empresariales que desmienten la absurda idea de que fuéramos una isla de calvinismo en medio de un mar de tormentosas pasiones mediterráneas.

Solo nos faltaría enterarnos de que en el resto de España las cosas de la coyunda tampoco fuesen lo frecuentes y alegres que solemos imaginar. Disgusto que acabaría con uno de nuestros hechos diferenciales más significados y reconocidos. Por si acaso prefiero no preguntar, no sea que me respondan y me enfrente a un desolador: ¿vosotros tampoco?

¡Alerta! Hace frío

El Perich

Las alertas meteorológicas son herramientas para gestionar mejor los recursos de emergencia y, en principio, estaban destinadas a las personas que se dedican expresamente a la protección y reparación de daños. Así, estos avisos sirven para que tales profesionales predispongan los medios adecuados, por si acaso. Con toda lógica los umbrales se establecen atendiendo a la meteorología prevista pero también a la rareza local de los fenómenos: no es lo mismo que nieve en Getxo a que lo haga en Vitoria, ni las olas rompen en Santurtzi igual que en Bermeo.

Pero la lógica suele casar mal con la espectacularidad que los medios de comunicación necesitamos cada día para nuestras portadas así que estos días, como cada invierno, asistimos a la conversión de cualquier alerta en alarma.

La costumbre de incitarnos a vivir atemorizados por cualquier cosa no va a desaprovechar una oportunidad tan estupenda y así vemos a reporteros, micrófono en mano, informando bajo la nieve de lo mal que está todo, mientras se ven de fondo coches y camiones circulando con lluvia, nieve y plena normalidad.

Caseríos aislados, cuyos habitantes tampoco pensaban bajar al valle y coches sepultados por la nieve en pueblos de montaña acompañan a imágenes de puertos de segundo orden, de esos que usted y yo hemos subido una o tal vez ninguna vez, que suelen servir para paliar la incomparecencia del desastre esperado y si ha tenido usted la desgracia de resbalar con el granizo en Bilbao y le ha cazado un reportero corre el riesgo de verse en portadas e informativos, gastando tontamente los pocos minutos de fama que a todos nos asignaba Andy Warhol.

Los medios han descubierto hace años el tirón de audiencia que traen los fenómenos meteorológicos y, gustosos de exagerarlos, cuando hay poca chicha para llenar el espacio previsto imágenes de otros países les vienen al pelo para redondear la sosería del material local. Peor son las redes sociales que, libres de cualquier limitación deontológica, no es difícil que nos intenten colar por todo el morro imágenes espectaculares de otros lugares, de otros años, o de ambas cosas.

Todo esto no pasaría de ser anecdótico y hasta algo ridículo si no fuese porque demuestra una infantilización galopante de nuestra sociedad que, lamentablemente se demuestra en cosas más importantes y peligrosas que la meteorología. El mundo no es un valle de lágrimas pero tampoco es todo él el salón de nuestra casa, las carreteras no son el pasillo pero tampoco una gimkana de obstáculos.

Se aprovechan de que no nos gusta nada reconocer que somos frágiles, que la vida entera lo es y que la nuestra no resulta excepcional. Por el contrario, aprender a gestionar las contrariedades, a comportarnos con prudencia cuando el sentido común lo aconseja y, sobre todo, no pretender que alguien debería responsabilizarse en todo momento de que no tengamos nunca ningún problema no solo es un acto de madurez muy conveniente, sino el primer paso para hacernos cargo de nuestra propia condición de ciudadanos. Mantenernos en permanente intranquilidad puede ser una buena forma de desactivarnos, de manera que a cambio de la comodidad de no sentirnos culpables de nada, entreguemos nuestra voluntad a quienes dicen que ellos sí que van a salvarnos de éste y de todos los desastres. Por si acaso, recuerde: en invierno hace frío, en verano, calor y nadie da duros a cuatro pesetas.

Quién manda aquí?

Municipios de Euskadi

A lo largo de la hoy tan odiada Transición la puesta en marcha de estructuras territoriales y políticas nuevas trajo un buen montón de dificultades y roces. Como consecuencia, uno de los muchos conceptos que tuvimos que aprender fue el de “conflicto de competencias”, que es cuando una institución reprocha a otra que se esté entrometiendo en lo que considera que son sus asuntos.

Pese a que la Transición está terminada (algunos dicen incluso que acabada) tales conflictos siguen a la orden del día. No hay más que irse a Etxebarri para comprobarlo. Resulta que el autobús que debía acercar a los viajeros a la estación de Metro no llegaba hasta el mismo tren sino que los apeaba a un buen tirón de los andenes.

Este absurdo viene de que el Ayuntamiento de Etxebarri, en uso de sus competencias, esgrimió un informe de seguridad que desaconseja que la línea atraviese el centro del pueblo y ordenó a su fuerza municipal que no permitiera el paso de los vehículos.

La Diputación, que es la otra parte de este lío, defiende, vehemente, sus propias competencias, que son poderosas y tras un requerimiento con plazo de caducidad y todo para que el Ayuntamiento se aviniese al paso de la lanzadera, finalmente ante la negativa del municipio ha interpuesto recurso contencioso-administrativo para que sea la Justicia quien estudie el caso y decida quién manda.

Lo malo es que el proceso judicial es lento y la cosa podía prolongarse años, mientras los viajeros se mojaban entre la estación de Metro, la parada del Bus y viceversa. Así que “cautelarmente” y mientras se revisan los papeles a ver quién tiene razón, el juez ha determinado que se haga lo que la Diputación dice y luego “ya veremos”.

Si tuviese alguna gracia, el asunto sería como de sainete porque hace unos años ocurrió algo parecido con otra lanzadera de Metro, aquella vez en Basauri. Pero entonces ¡qué cosas! fue la Diputación quien impidió que funcionase y lo hizo con la Ertzaintza conminando a los viajeros a abandonar los vehículos en plena ruta. El episodio fue sonado.

Finalmente sí que se puso en marcha aquella lanzadera pero ¡qué casualidad! también aquella dejaba a los viajeros a medio kilómetro del Metro, ya que el Ayuntamiento de Basauri alegó entonces dificultades parecidas a las que hoy señala el de Etxebarri.

El resultado de esta encarnizada competición de competencias es que los ciudadanos de Galdakao estuvieron 4 años calle arriba, calle abajo en Basauri y sobre ellos pende la amenaza de que una sentencia pudiera dar la razón al Ayuntamiento insumiso, se vuelva a alejar la parada de su destino y vuelvan a verse deambulando por las calles de Etxebarri.

Parece que aquí todo el mundo se apunta a defender no sé si sus fueros o sus huevos pero en esa pelea lo evidente es que los paganos están siendo los ciudadanos, que deberían ser los beneficiarios y no los perjudicados por la actuación de unas instituciones que pronto olvidan que existen porque los ciudadanos las pagan, hasta el último céntimo de euro.

Ahora que el prestigio de las instituciones anda decaído puede ser buen momento para reflexionar acerca de si estas anécdotas tan chuscas no serán efectos secundarios indeseables de la pasión que tenemos por tanta fragmentación política, que siempre viene con grandes expresiones de entusiasmo cuando se proponen desanexiones y particiones apelando a “la libertad de los pueblos”. En este caso los pueblos de Basauri, Etxebarri y Galdakao no parecen entender su libertad del mismo modo.


Actualización:
El culebrón continúa. Leo hoy, 3 de febrero, que la Justicia ha anulado la medida cautelar adoptada a petición de la Diputación Foral y ordena que la parada vuelva nuevamente a su punto original. Otra vez los usuarios paseándose arriba y abajo igual que pasaba en Basauri. Seguiremos informando.

Borrascas hosteleras

A los frentes fríos propios de la estación les está acompañando en Bilbao otro tipo de borrascas que hacen tiritar, en este caso, a la hostelería de la villa.

Como si de una película catastrófica se tratase, parece que se hubiesen conjurado en la ciudad varios fenómenos simultáneos que, en conjunto, estuviesen desencadenando una especie de tormenta perfecta. El fenómeno ya ha arrasado algunos símbolos de la hostelería local y amenaza con dejarnos la noche bilbaína convertida en un silencioso, cómodo y tranquilo desierto, lleno de inútiles farolas que a nadie ayudarían, ni con su luz ni como asideros.

La desaparición de las rentas antiguas ha barrido la taberna taurina de Ledesma y el Kirol de la calle Ercilla. Pueden no ser los últimos en caer. Allí solo queda retirar los cuadros que aportaron tanto carácter a estos dos locales simbólicos por sí mismos, aunque los murales de Eduardo de la Sota, Fernando Mares e Ignacio Aranduy, recién redescubiertos en el de Indautxu posiblemente tengan que morir con el propio negocio.

Otro viento bien frío y recio es la crisis, que además de vaciar los bolsillos de los más dinámicos jóvenes y sus esperanzas de llenarlos algún día, ha contraído fuertemente las carteras de la antigua clase media, más preocupada hoy por seguir siéndolo que por saber dónde irá a cenar esta noche.

Tras décadas de fantásticas fiestas locas nos enteramos de que muere también Distrito 9, un símbolo de la noche más vanguardista, ahogado por la falta de clientes y por el mermado poder adquisitivo de los que quedan.

Los representantes de nuestro Ayuntamiento también hacen su inestimable aportación manifestando a partes iguales su contrariedad por este fenómeno de enfriamiento nocturno junto a su firme determinación a prohibir, a cualquier precio, la apertura de nuevas discotecas.

Por si fuera poco y por muy cierto que sea que la edad es cuestión de actitud, sospecho que el creciente envejecimiento de la población tampoco ayuda nada a que se mantenga una intensa vida nocturna.

Y para rematar esta ciclogénesis del aburrimiento nos encontramos con que la fiesta, que siempre tiene su punto transgresor, no ha sabido encontrar su imprescindible límite y se ha desbordado en los “afters” del Casco Viejo, donde se ha creado un conflicto muy serio con los vecinos.

Cada uno de los fenómenos que cito es sin duda por sí mismo muy razonable y bien explicable: sea la crisis, los precios, el natural rechazo al barullo que tienen los vecinos afectados y el no menos lógico miedo de los ediles a perder sufragios pero la suma de todos estos vientos al mismo tiempo amenaza con un huracán desastroso que nos prive de una característica que tienen todas las ciudades con vocación de ser algo más que aldeas muy grandes: la de dar acogida a la vida noctámbula y salida a quienes tienen edad y ganas de incumplir con fervor las prudentes recomendaciones de abstinencia y cuidado de la salud.

Si, como el cura del chiste, no es usted partidario del pecado, piense que la única forma de que la virtud brille -cegadora- es contrastarla con el vicio y que éste también tiene su industria, sus empleos, su innovación, su I+D+i y todas esas cosas que se nos presentan tan convenientes.

Publicado el eidiarionorte.es el 25 de enero de 2015

La proximidad ya está aquí

Foto El Correo

Esta semana se ha puesto en marcha en Bilbao la llamada “policía de proximidad” que va a traernos mejoras a vecinos y visitantes de esta Villa. Es tema de gran enjundia porque se trata, según parece, de un cambio importante en la organización de la fuerza pública municipal y, por eso mismo, llevamos mucho tiempo leyendo sobre el particular mientras nos íbamos aproximando a esa proximidad.

Bien es cierto que lo que hemos podido leer quienes aún mantenemos la heroica afición de repasar prensa de papel o digital todas las mañanas ha sido mucho de broncas y líos y casi nada o más exactamente nada en absoluto de las ventajas que esta nueva organización de la policía nos va a suponer. No digo yo que no las tenga pero nadie las ha explicado.

La puesta en marcha de esa policía que dicen también “vecinal” ha sido causa de declaraciones casi incendiarias de los sindicatos del cuerpo, que hablan del práctico desmantelamiento del servicio, de improvisaciones intolerables, de servicios que ya no se podrán atender y de que estamos poco menos que ante el golpe definitivo a nuestra histórica guardia urbana.

No sé si será para tanto, ni tampoco si las ventajas compensarán tanto ruido pero lo cierto es que casi todas las declaraciones de los responsables municipales han sido para desmentir los desastres anunciados y hablar de normalidad. Sin desmerecer ni el valor de esa normalidad ni la importancia de las preocupaciones sindicales, que parecen intensas, se ha echado de menos un poco más de atención a los ciudadanos, que somos supuestamente quienes nos vamos a beneficiar, o lo que sea, de ese cambio.

Cambio que incluye llamar a los policías “inspectores vecinales”, que es un nombre que -si les digo la verdad- no me gusta nada. Pero son cosas mías, que tampoco me gustó que los maestros dejasen de serlo para convertirse en profesores de Primaria o EGB o que los jefazos pasasen a llamarse CEO (Chief Executive Officer). Oiga, como que no.

Un policía en la calle, y mejor dos, no dudo que den una sensación subjetiva de tranquilidad y hasta de que pudieran disuadir con el solo brillo de sus chalecos fosforito a un hipotético delincuente. No lo niego, pero es obvio que no pueden estar paseando y simultáneamente preparando en comisaría el seguimiento o la detención de un delincuente, ese sí, conocido y real. La cosa de detener gente es tarea desagradable, laboriosa y de mucho papeleo así que cuantos más agentes haya en la calle menos habrá tramitando esos asuntos en comisaría, que enciman tienen plazos y vencimientos que, de no cumplirse, hacen que los malhechores salgan libres. Es cuestión de valorar el saldo final entre lo que se ganará por un lado y de lo que sin duda se va perder por el otro.

A quienes no sabemos nada de cómo se organiza un cuerpo de seguridad nos parecerá más vistoso y tranquilizador ver muchos municipales por las calles, pero a poco que nos pongamos a pensar cinco o seis minutos, enseguida sospecharemos que tal vez nuestra primera impresión pudiera no ser la más correcta.

Por si fuera poco los responsables municipales abogan porque este nuevo sistema estimule que “nos acerquemos a ellos para hacerles ver nuestros problemas y necesidades” así dicho suena fabuloso pero a mi se me ocurren mil problemas y necesidades que un policía jamás podrá solucionarme, por más que pierda una hora escuchándome amablemente. Es más, no me cuesta nada imaginar a agentes sobrepasados atendiendo demandas vecinales de cualquier clase, porque la importancia de las cosas es algo muy subjetivo, no crean.

Esperemos que en poco tiempo nuestros responsables municipales se vayan explicando y presenten el balance con datos ciertos, ojo, no con impresiones de paseante, sino con estadísticas que demuestren la mejora objetiva que este sistema nos va, supuestamente, a traer. Reconozcamos que la cosa no empieza bien con los propios policías-patrulleros-inspectores vecinales de uñas pero habrá que dar un cierto margen a quienes sí deben saber de esto.

Porque si pasa el tiempo y no se nos explica lo bien que ha ido la cosa, con datos -insisto-, se podría pensar que se ha sacrificado la seguridad real de la ciudad para conseguir una percepción superficial, amable, cívica y pintoresca, tan conveniente en vísperas electorales como inútil a la larga.

Me queda la esperanza de que tanto patear las aceras día tras día estos nuevos “inspectores vecinales” así como sin querer hagan la encomiable labor de revisión de todas las baldosas que esconden charcos traidores bajo ellas. Ya he dicho que cada cual escoge sus desvelos y el nombre de esta columna semanal es testigo de cuáles son los míos.

Monarquías que resisten

Puede que haya hogares vascos que hayan sustituido a los Reyes Magos por el Olentzero, no digo que no, con niños que duerman tranquilamente la noche del día 5 de enero y se levanten por la mañana del 6 dispuestos a hacer vida normal, sin esperanza de regalos y dispuestos a pasar un festivo más, si acaso a seguir jugando con lo que les trajo el carbonero al inicio de las fiestas, si aún les dura. Puede que los haya, aunque yo no conozca ninguno.

Lo que sí compruebo es que niños y niñas son más listos, y también mucho mejores manipuladores, que los adultos, de forma que a los que conozco ni se les pasa por la cabeza renunciar a ventaja alguna, menos aún cuando ésta llega rodeada de una lluvia de caramelos.

Así que el Olentzero, que empezó por ser una propuesta que trataba de poner acento euskaldun también a la Navidad, se ha convertido en una tradición de esas recientes (las que más nos gustan) que ha sido adoptada con entusiasmo por todos casi inmediatamente, pero sin que haya significado merma alguna de la devoción por los Magos de Oriente, a juzgar por la multitud que se congregó en el centro de Bilbao el pasado día 5.

Seguramente nadie pensó ni pretendió nunca que el humilde y popular personaje vasco sustituyese a los coloridos y exóticos Reyes ¿verdad?. Si alguien lo hizo, que lo dudo, habrá comprobado que no hay caso. Que las tradiciones quedan fuera del alcance de la autoridad y que cuando son alegres, incluso delirantes, arraigan bien firmes en la gente y no resulta nada fácil debilitarlas.

Supongo que, además de los pequeños de la casa, otros beneficiados de esta hiperinflación de magia navideña han sido los comerciantes, que saben que nadie es capaz de repartir la misma ilusión en dos episodios sin que alguno de ambos desmerezca. Así que los perdedores han acabado siendo, al alimón, las cuentas corrientes (y molientes) de las familias y quienes, cada vez más al margen de la corriente, protestan por la ola de consumismo y la pérdida de los valores religiosos de la Navidad. No parece que nadie les haga el menor caso pero de todo ha de haber en la viña del Señor.

La aplastante victoria del bullicio demuestra que a las fiestas nos apuntamos como locos. Sobre todo si son de noche. Y que la cautela y la prudencia a las que nos obliga cada día el ciertísimo empobrecimiento general, decaen cuando llegan los festejos.

Ya falta menos para los carnavales, con sus pequeños o grandes dispendios y tiemblo de pensar en los presupuestos municipales para cabalgatas a medida que se vayan extendiendo otras tradiciones que seguro que adoptaremos con el mismo entusiasmo que las actuales. No hay más que comprobar la locura de Halloween en que se ha transformado el antes apacible día de todos los Santos.

Hay muchas para elegir pero a mi, les digo la verdad, se me hace irresistible el año nuevo chino, con sus desfiles de dragones coloridos y sus petardos. Lo espero con paciencia pero sin duda alguna de que llegará. Esa cabalgata no me la pierdo.

Vladimir Putin ya nos ha mostrado el camino para transitar en tiempos de desafección y cabreo: bajando el precio del vodka. Puede que tenga razón y que la fórmula para hacernos perder un poco la cabeza y bastante la cartera sea la fiesta. Da la impresión de que en pocos milenios no hemos cambiado tanto: a falta de pan, bueno es el circo.

Un puente al otro barrio

Ribera de Zorrozaurre

Tranquilos, que no es mi intención animar a nadie al suicidio ni a la conducción temeraria. Me refiero al puente que conectará la nueva isla de Zorrotzaurre con el resto del casco urbano y cuyas obras están recién iniciadas.

Dicen que los bilbaínos no somos demasiado supersticiosos pero a mi me parece que encargar ese puente a Frank Gehry, como se ha hecho, suelta un fuerte tufo a conjuro mágico que, apelando al arquitecto del museo, tratase de trasladar su exitoso símbolo del Bilbao renovado a esta nueva operación, que va a dotarnos de una suerte de Manhattan bochero: una isla habitada en medio de la Ría.

Los primeros habitantes ya viven en ella, no crean. De hecho llevan toda la vida. Es el espacio lo que va a convertirse en isla mediante el expeditivo método de abrir un canal que permita que el agua discurra alrededor de todo el barrio. El puente les servirá para conjurar el síndrome de Robinson Crusoe, supongo.

Apuesto a que el barrio cuando sea isla va a tener más movimiento que el actual. Será otro barrio, no solo porque se construirán allí nuevos edificios sino porque, a poco que se hagan bien las cosas, resultará atractivo pasear por nuestra propia “Île de la Cité”, que en eso de sentirnos metrópoli europea no nos gana nadie a los de Bilbao (tanto da que tengamos razón como que no).

De momento los vecinos, futuros isleños, ya se han esforzado en rehabilitar edificios y mejorar sus viviendas, por lo común bastante deterioradas. No cabe reproche alguno: hasta hace poco el barrio estaba fuera de ordenación urbanística por lo que era comprensible que a las dificultades económicas en una zona de gente modesta, se sumase la incertidumbre de si valía o no la pena gastar con gran esfuerzo en lo que posiblemente no tuviese futuro. Ahora ya lo tiene, afortunadamente, así que ya se están reparando edificios con dinero de los vecinos y, todo hay que decirlo, también con ayudas pública.

Lo que más me gusta de esta operación, además del morbazo de tener un isla en la ría, es que una vez estallada la burbuja inmobiliaria la cosa va a ir –está yendo- poco a poco, a un ritmo más cercano a las cosas humanas y se ha conjurado la maldición de que todo se precipitase en un estallido de transformación y modernidad especulativa y acelerada como el que parecía que se nos venía encima hace unos años.

Zorrotzaurre o Zorrozaurre (como gusten) ha sido un barrio sobre todo industrial, volcado en la lámina de agua, que es como le llaman los que saben, y algo a desmano de la vida de la ciudad, como le pasa también a su hermana Olabeaga. El carácter de los barrios, de todos los que lo son de verdad, es una especie de ambiente que se va respirando, sintiendo y que no hay forma de meterlo en las ordenanzas urbanísticas. Tiene que ver con la vida de la gente y no con sus cuentas corrientes. Sus enemigas principales suelen ser la prisa y la codicia, peligros que la crisis mantiene, de momento, alejados.

Es una buena noticia que los vecinos de Zorrozaurre se vayan animando a ser los primeros que rehabiliten poco a poco su barrio. Eso les dará legitimidad para levantar la voz cuando a alguien se le ocurra perpetrar algún desmán, que se le ocurrirá, seguro.

Y por si fuera poco, los antiguos gánguiles volverán a navegar por la ría para transportar las tierras que serán retiradas del canal y llevadas corriente abajo para rellenar la ampliación del puerto. Qué mas quiere nuestra nostalgia urbana que viejas estampas de Bilbao para construir un pedazo del Bilbao nuevo.

Publicado en eldiarionorte.es el 5 de enero de 2015

Protestantes

En Bilbao protestan los protestantes pero también lo hacen los musulmanes e incluso los fieles de otra religiones distintas a la Católica. El motivo es una normativa municipal sobre “centros de culto”, dicen que la más restrictiva de las capitales españolas, que establece la prohibición de que estos se ubiquen en los bajos de edificios de viviendas. En la ciudad hay bastantes iglesias católicas y no católicas en tal situación y hasta ahora no había habido problemas. De hecho nadie ha sido capaz de explicar sin balbuceos las supuestas razones objetivas por las que no deban admitirse más templos como, por ejemplo, los del Corpus Christi, en Indautxu, Nuestra Señora de los Reyes, junto a la Gran Vía, o la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (mormones) de la calle Henao, todos ellos situados de toda la vida en bajos de viviendas.

La falta de justificaciones urbanísticas creíbles y la sospechosa coincidencia de esta nueva prohibición con la solicitud para la apertura de alguna mezquita hacen pensar que se trata de una normativa a medida para impedir de hecho que las religiones no católicas se hagan visibles. El pastor evangélico Unai Arretxe (de los Arretxe de Nueva Inglaterra, supongo) expresaba la postura municipal con cruel transparencia hace unas semanas: “Os tolero pero que no se os vea”. Tal parece ser, efectivamente, la actitud de nuestros munícipes.

Lo peor es que el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco ha echado atrás esa normativa local por un defecto de procedimiento. Dicen los jueces que para este cambio es obligado escuchar a los interesados y que no se ha hecho así. Con todo el respeto debido yo creo que el tribunal se equivoca. Desde luego que se ha escuchado a los vecinos, pero -eso si- solo a los vecinos católicos (creyentes o sociológicos, eso da igual) que son muchos más que los “interesados” no católicos y que suponen, claro, más votos. A esos vecinos sí se les ha escuchado. Tanto como a los vecinos de Deusto que se oponen a una discoteca legal que nuestro Ayuntamiento va a prohibir diligentemente.

No hay, por tanto, ignorancia del deseo mayoritario sino desprecio por el derecho de la minoría. En este caso de la minoría religiosa. En 1859 decía John Stuart Mill, hablando de religión que “allí donde el sentimiento de la mayoría es todavía genuino e intenso, allí podremos ver a la tal mayoría esperando aún ser obedecida”. Pues eso.

Detrás de apelaciones a una supuesta garantía de convivencia y otros disimulos conceptuales no hay más que eso: el deseo íntimo de la mayoría de que la suya sea la única visión socialmente aceptable. El problema es que los responsables municipales debieran saber que los derechos y libertades fundamentales no son negociables, ni requieren del permiso de la mayoría para ser ejercidos. Y no solo eso, debieran saber que su obligación como responsables de un poder democrático es defender activamente esos derechos en lugar de buscar subterfugios para ver cómo los suprimen sin que se note mucho. Comprendo que, con las elecciones municipales encima, defender el derecho de quien tiene una sola papeleta de voto frente a quienes tienen cientos es casi una heroicidad, pero es lo que hay, o al menos lo que debería haber en políticos decentes, de esos que despotrican día sí y día también contra el nuevo populismo.

Con objeto de solventar a toda prisa ese “defecto de forma” jurídico (que no la carencia democrática) el Ayuntamiento convocó hace unas semanas a las religiones no católicas a una reunión que le permitiera alegar que “los interesados” ya habían sido escuchados y seguir adelante con el procedimiento, pero tanto evangélicos como musulmanes han protestado, demostrado que pocos sí pero tontos no, y no han querido acudir a lo que consideran simple paripé.

Lo más curioso de esta normativa que busca expulsar a los nuevos templos a la periferia es que, al pretextar la excusa de la “convivencia” no es de aplicación a los edificios “exentos”, es decir a los templos que constituyan en sí un edificio completo y separado. El resultado es que, en lugar de una discreta mezquita en los bajos de un edificio, nos podemos encontrar un día con una completa, tal vez con su cúpula, su minarete y su muecín. De momento los Mormones ya han solicitado salir de su anónimo bajo y construir un templo bien visible en un céntrico solar de Deusto, donde seguramente no tendrán ningún problema ¿verdad que no?¿Qué se apuestan?

Publicado en eldiarionorte.es el 29 de diciembre de 2014

Otro post que escribí sobre este mismo tema aquí